Miguel Loza Aguirre. Pedagogo
y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.
Hace poco, en uno de mis paseos dominicales por el monte me
encontré con un paso en el que tenía que escalar por una roca bastante
inclinada, lisa y algo húmeda. Se acercaron tres jóvenes y uno de ellos, sin
pensárselo dos veces, la subió sin dificultad. Sin decir nada, me fijé en dónde
ponía los pies para comenzar mi ascensión cuando, al verme algo dubitativo, me
preguntó si quería que me echasen una mano. Sin dudarlo, contesté que sí. Así
que les dejé los bastones con los que me ayudo y superé – conste que sin dificultad–
el accidente geográfico. Al llegar arriba y tras darles las gracias, uno de
ellos me comentó con gran sinceridad: “Jo, no hay de qué. ¡Ya quisiera yo subir
como tú cuando tenga tu edad!” ¡Touché! Que traducido significa que me hizo
polvo. Esbocé una sonrisa intentando ocultar mi desazón interior y me acordé
del abuelo que aparece en “Pacto de Sangre”, ese maravilloso relato de Mario
Benedetti. Total que viéndome necesitado de ayuda –de terapia diría– por mi
pequeña depresión llamé a mi hijo Jorge. Y es que para tratar temas de edad
avanzada nada mejor que la juventud. Al principio se quedó sorprendido, pero al
contárselo vi con mi corazón que sonreía. Me dijo con mucho cariño, que ya
sabe lo sensible que soy, que en realidad me habían echado un bonito piropo, y
tenía razón; añadiendo que le parecía estupendo que no hubiese rechazado la
ayuda, cosa que es frecuente en muchas personas, y más si están como yo en esa
edad en que uno ya no sabe ni quiere saber si es mayor o no. La verdad es que
al poco de empezar a hablar nos echamos a reír los dos juntos, casi al unísono,
y pensé lo bonito que es que se rían contigo, no de ti; pero, sobre todo, que
consigan que te rías de ti mismo. Todo esto lo consiguió un joven que con
aquellas palabras y risas empezaba a enseñarme a ser mayor.
El resto del camino fui pensando en lo que me había sucedido
y me di cuenta de que en esta vida siempre parece que los mayores son los que
han de ayudar y guiar a los jóvenes para que alcancen su madurez, olvidando
que también son los jóvenes los que nos tienen que ayudar y guiar para que
lleguemos a ser mayores con plenitud. Pues anda que no hay abuelas y sobre
todo abuelos que han aprendido a ser mayores, que han encontrado sentido a su
senectud gracias a sus nietos. También hay muchos nietos a los que a los
abuelos por educar les han enseñado hasta a bien morir. ¿Os acordáis, por
ejemplo, de “El estanque de los patos pobres” de Fina Casadelrrey? Otra cosa
que me llamó la atención, y que ya he significado, es que ese día había
aceptado ayuda por dos veces: una sin pedirla, tras un ofrecimiento; la otra
con previa petición, que no es cuestión baladí. Y he de confesar que me sentí
orgulloso por ambas.
A los pocos días, en una maravillosa tertulia literaria de
un 6º de Primaria del IPI, la de Juanjo y Maritxu, en la que estamos leyendo
El Quijote, aproveché para contarles este sucedido. Algo que no suelo hacer,
ya que este tipo de cosas uno, o no se las cuenta a nadie o, como mucho, a las
personas que aprecia y que sabe que a su vez le aprecian. Con ello pretendía
que reflexionásemos sobre la ayuda, sobre todo acerca de por qué la rechazamos
cuando nos la ofrecen y la necesitamos. Les pregunté a ver qué preferían si
ayudar o ser ayudados. Todos contestaron que era mejor ayudar, que ayudando se
pasaba mejor que al revés. Comenté entonces que en China el que da las gracias
no es el socorrido, sino que el que agradece es el que ayuda a la otra persona
por haberle permitido disfrutar ayudándole. Y es que para enseñar y aprender,
todos necesitamos ayudarnos mutuamente. Además, hoy en día sabemos fehacientemente
que el que ayuda a otro es el que más aprende.
Todo esto lo tenemos que aplicar las personas mayores o las
que, permitidme la coquetería, las que nos vamos acercando a ese estar siendo.
Por eso hace tiempo que vengo diciendo que cuando una persona empieza a ser
mayor ha de hacer, si no lo ha hecho antes, un curso acelerado sobre “cómo
disfrutar dejándose ayudar”. Y de la misma forma te pediría a ti, niño, niña,
adolescente o joven que estás leyendo o escuchando este texto, –que leer es
escuchar con los ojos–, que me ayudaras a ser mayor porque te necesito tanto
como tú me necesitas a mí. En fin, que te rogaría que nos ayudásemos mutuamente
porque en eso consiste la solidaridad. Así que, ¿me ayudas a ser mayor?
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